Fue esta premisa la que, en Estados Unidos, brindó un mercado masivo de lectores, y posteriormente espectadores, a un autor que, definitivamente, ha querido ser revolucionario, visionario y minoritario. O sea, el paradigma del novelista yanqui de éxito. Chuck Palahniuk, si me permitís una profecía, reúne todos los ingredientes para terminar como un escritor de culto en Europa de fama decreciente en Estados Unidos.
La idea esencial de El club de la lucha en realidad surge de la búsqueda más atávica y, a su vez, dolorosa y patética: la de la identidad de uno mismo. El protagonista se siente muerto en vida; es incapaz de experimentar pasión ni emoción en nada ni en nadie, y las busca a cualquier precio entre enfermos terminales de cáncer y palizas insignificantes (pues no aportan nada más que sentirse vivo durante un rato). Esta búsqueda termina enramando con una dualidad sobradamente conocida: doctor Jekyll y mister Hyde. A cambio de no vivir y al final morir como un camarero entre millones, un profesor entre millones, un lo que sea entre millones de lo que sea igualmente mediocres, tediosos y anónimos, el protagonista está dispuesto a venderle el alma, como Fausto, no a Satanás en tanto que Principio del Mal, sino al Padre Caos, en tanto que Principio de todas las cosas. Se trata de un chillido animal, desesperado hasta el vómito, que reniega visceralmente del mundo que lo rodea y exige su derecho a destruir todo lo que se le antoje para aburrirse algo menos. El término justo, sin lugar a dudas, es iconoclasta, porque El club de la lucha no pretende en absoluto regenerar valores, líderes o estructuras sociales, sino destruirlos a todos juntos. Personalmente, lo que más me gustó de ese microcosmos mutante y perverso fue la última parte, en la que el Mayhem Project (felizmente traicionado como Projecte Pandemònium) finalmente atribuye un sentido a la vida de los protagonistas. Aunque sea el absurdo, o precisamente por eso.
El marco de estas obras, ahora que ha surgido, merece un apartado aparte. Palahniuk no novela acerca del mundo contemporáneo, no novela acerca de ningún pasado ni tampoco hace ciencia-ficción, según la acepción clásica del término. Inventa universos paralelos, a menudo idénticos al nuestro, y les sacude las membranas internas hasta que muestran el alma más despreciable y monstruosa, siempre aliñada con un chorrito de humor corrosivo como el ácido (unas veces sulfúrico y otras lisérgico o prúsico). Creo que, conceptualmente, a lo que más se acerca es al Bosco.
Esto fue lo que más me costó entender en El club de la lucha (muy pocos autores son tan imaginativos, hoy en día), y aún más, mucho más, en Rant, una de las creaciones más arriesgadas y absolutas que he vivido jamás. Me formulaba y replanteaba la pregunta vacía como un tonto: ¿es esto ciencia-ficción, o qué coño es? Al final llegué a la conclusión de que no: el amigo Chuck novela acerca del mundo en el que vive, pero lo vive, lo ve y lo muestra deformado, a veces tan sólo una migaza, otras todo el cosmos. En cualquier caso, no se enfrenta a los problemas que ha tenido o tendrá nuestra sociedad, o más concretamente el individuo aislado de nuestra sociedad de termes, sino que plantea los problemas que tiene ahora a través de parábolas, metáforas, fábulas y distorsiones cercanas al trazo más duro de Picasso o a los sommeils que evocan el núcleo esquizoide de Dalí.
La Babel psicológica de Chuck, en la que la incomunicación es la consigna perpetua, a veces incluso en un mismo personaje, nada sabe acerca de crímenes ni castigos, ya que el castigo supremo es una existencia cuya única salida es el crimen, y se retuerce hasta los días de las eternas tragedias griegas, cuando el destino más que una certeza intelectual era aquello que cada uno respiraba día tras día. Chuck Palahniuk no se hace preguntas, porque no cree en las preguntas; y tampoco ofrece respuestas, porque le consta que todas son falsas.
Si me disculpáis la pedantería, lo definiría como un nihilista estético, porque Chuck, eso sí, se redime a él mismo, en tanto que representante de una especie desgraciada, a través de la creación poderosa y por momentos magnífica de estos universos mutilados, infectados, destripados. Siempre mucho más cerca de Eurípides que de Shakespeare; de Dante que de Tetrarca; de Poe, Kafka y Borges que de Joyce, Capote y García Márquez.
Chuck Palahniuk no pretende explicar nada, ni el origen inextricable del trauma ni ninguna insinuación de solución: tan sólo le interesa la angustia vital desgarradora de una acción, violenta por fuera y esquizofrénica por dentro, que a través de los personajes le proporciona un minuto más de aliento. Reflejo fiel de la angustia que el autor vierte en lo que escribe.
Una comparación formal, esquemática y distorsionada entre las dos novelas de referencia nos conduce hacia la entropía de este volcán devastador. El club de la lucha, al principio, parece una novela dubitativa, incluso en el estilo del discurso, y gana aire a medida que el protagonista se convence a sí mismo del destino que quiere tomar. Cuando llega el desenlace, porque mister Tyler no resiste más la dualidad que lo divide, es precisamente cuando la historia reclamaría excrecencias purulentas y abscesos putrefactos vertiendo pus sobre el globo terráqueo.
Rant es mucho más ambiciosa: no duda, no se desvía, no deja aberturas en ningún segmento y menos aún en el desenlace. Rant es una novela única de un autor irrepetible, desde la primera letra. Cuando empecé a traducirla, a digerirla, me pareció absolutamente imposible que pudiera evolucionar hasta un universo coherente (además de opresivo, depresivo y agresivo), a partir de aquellos apuntes deshilachados y contradictorios de cualquier clase de pariente, amigo o conocido hablando de un personaje que, tendrá cojones, no dice nunca ni una palabra en primera persona.
Si El club de la lucha emana una voluntad de rebelión, aunque sea contra el absurdo y hacia el absurdo, en Rant nadie sospecha que pueda existir algo tan puro y enriquecedor como la rebelión. En Rant los hechos ya son, ya han sido y volverán a ser, y el ciclo de la historia es una mentira dantesca engendrada y contrahecha a base de voces pérfidas, agónicas y antagónicas, esencialmente egoístas. Como nuestro mundo de cada día, evidentemente.
Paradójicamente, el final de Rant fue lo que menos me cautivó: tenía las expectativas tan altas, que de algún modo me decepcionó un poco. Arriesgándome un poco más, diría que Chuck Palahniuk, el maestro Chuck, en El club de la lucha explora los límites del cosmos literario que está gestando, mientras que con Rant pretende alcanzar la novela total, por no decir definitiva, y vomita literalmente un vivero de monstruos íntimos y cercanos contra la sociedad que los crea: la nuestra, queridos lectores, la vuestra. No en vano el título, Rant, corresponde al sonido que efectúa alguien al vomitar reiteradamente, cuando hace rato que las palabras sobran. Ya sólo cabe añadir que todo esto es, claro está, una opinión subjetiva.
La traducción de las criaturas
La traducción fue en ambos casos difícil, por no decir traumática. De entrada, porque el amigo Palahniuk gasta una voz que también altera el alma creativa del traductor y lo obliga a plantearse desde cero el mecanismo y las herramientas del oficio.
De El club de la lucha recuerdo que, junto a Anna Camps, mandamos una sarta de dudas que fueron rebotando por medio mundo: Londres, Kent, Edimburgo, Nueva York, Nueva Jersey e incluso Canadá. Reconozco que algunas descripciones, frases, ideas aún me pesan por imprecisas, ni que el conjunto se encontrara mucho más arriba. De Rant recuerdo, con piel de gallina, una sorpresa aterradora casi constante: un día me imaginaba el libro de un modo y al siguiente me parecía que el registro debía ser, a la fuerza, otro. Creo y espero, sin embargo, que al fin y al cabo resolvimos el enigma, a su vez literario y metaliterario.
Nada más, por ahora: larga vida a los autores que nos remueven por dentro, nos revolucionan y nos reclaman una visión lúcida y distinta del mundo, global e individual, real y literario.
Y gracias, evidentemente, por la oportunidad de compartir estas delicias en forma de letras.
Libreria Àgora, Palma de Mallorca, 26-01-2011