Salvador Espriu
Laia
Como nunca nadie se preocupó demasiado de ella, había pasado la infancia abandonada a la buena de Dios. Cuando aún no tenía dos años estuvo enferma de una extraña dolencia que la puso a las puertas de la muerte. El médico habló de alcoholismo, de las leyes de la herencia y de nervios desquiciados, pronunció con énfasis la palabra «desconfianza» y dejó a la familia pasmada y llena de un respetuoso agradecimiento por su saber. Después de aquel pronóstico, pocos creían en las posibilidades de salvación de la pequeña, pero ésta se recuperó y creció larguirucha, antojadiza y huraña. Le gustaba pasarse horas y horas cara al mar, indiferente a lo que la rodeaba, con gesto impenetrable, impasible, casi de idota. Algunas veces, al despertar, parecía fatigada, como si hubiese hecho un gran esfuerzo. Otras, sobre todo si alguien se atrevía a importunarla, huía chillando como si la torturasen y caía, estremecida en convulsiones, en medio del arenal y las barcas.
Las crisis de abatimiento alternaban con cortos períodos de una actividad bulliciosa. Mientras los vivía, la niña era arriscada, fuerte, resuelta, apasionada, temida por sus arrebatos de ira y obedecida con fe ciega por su pandilla. En las desenfrenadas luchas con piedras y hondas era la primera. Infatigable, iba al frente de todos los juegos y se metía en todas las peleas. Prefería la compañía de muchachos a la de muchachas, nadaba desde siempre como un pez y amaba el mar y todo lo que con él se relacionase. Se rodeaba de salabres y nasas y sabía manipular toda clase de aparejos. Conocía el tiempo y no erraba nunca al indicar los cambios del viento, tanto si había de ser la brisa que trae la calma y apacibilidad de la mar, como el garbino, o el levante, o el jaloque, el peligroso jaloque que a menudo desencadena temporales desoladores.
Aunque pronto volvía a la inmovilidad y a la abulia. Su mirada se hundía y sobrevenían la lasitud, la demacración y los temblores nerviosos. Cuando no se podía valer, era maltratada por venganzas cobardes y perseguida con odio por los que más la temían. Entonces, desastrada y miserable, quedaba a merced de la crueldad de la gente, aborrecida por todos, falta en absoluto de protección.
Era hija de pescadores y fue bautizada con un nombre que nadie recordaba, pero la llamaban Laia. Era la hija de unos pescadores de nuestro mar.
Translated by Roberto Alcaraz
Salvador Espriu, Laia. Barcelona: Polígrafa, 1970, p. 15-17.