Capítulo XI: Mal de montaña
El verano habría pasado lánguido o cruel para Mila, si no la hubiera distraído un poco la gente que subía a la ermita.
A veces eran grupos de cazadores de la ciudad, con grandes sombreros nuevos, correajes relucientes, vestidos cargados de bolsillos grandes o pequeños y los cuerpos ceñidos por correas y cananas, seguidos de traíllas de perros de raza, estropeados por la holganza, con el pelaje como un espejo y las grasas danzándoles a cada carrera: unos y otros, hombres y animales, iban y venían por la montaña como locos, atronándolo todo con carcajadas y ladridos, molestando a los guías y disparando a diestro y siniestro tiros en balde. Sólo por milagro aquellos cazadores volvían con una pieza colgada en el zurrón, complicado y lujoso, pero en cambio solían llegar a la ermita con un hambre de buitres, y cuando como una tempestad entraban en la casa no había huevos bastantes para hacerles tortillas ni tiempo suficiente para matar pollos y asarlos a toda marcha. Y, mientras comían, cada uno por cuatro, Mila los veía divertirse locamente con bromas de chiquillo, admirándose unos a otros, por el rabillo del ojo, las bonitas vestimentas o el aire bélico, y contando proezas hiperbólicas con aplomo y seguridad ciranesca. A la mujer también le divertían a su manera aquellas alegrías de chiquillo que ha hecho novillos, comparaba en su magín aquellos cazadores de estrena con los de la comarca, rústicos andrajosos, con los calzones remangados y rotos, las alpargatas reventadas y la canana atada con un cordel, pero con el morralillo encostrado de sangre seca y los cañones de la escopeta mordidos en la punta como un encaje a fuerza de escupir plomos hirientes.
Otras veces, los grupos eran más pacíficos, de gente morigerada, de familias devotas que, con su correspondiente capellán, iban a oír una misa a San Poncio en cumplimiento de una promesa hecha en situación apurada. Aquellos grupos, oída la misa, también reían y bromeaban, pero de otra manera, más reposada y menos parrandera que los primeros.
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Fuera de aquellas caravanas de gente que iba y venía, alegre o melancólica, y que le aportaban algo de distracción y beneficio, Mila estaba siempre sola, y pasaba las mañanas atareada en casa y las tardes arreglando el huerto o cosiendo al cobijo de una sombra fresca. Baldiret y el pastor estaban con el ganado por el monte, y Matías andaba pidiendo por los pueblos de la plana, hoy aquí, mañana allí.
La fiesta de San Poncio había sido bancarrota absoluta del matrimonio. A la pérdida miserable de todos sus posibles, y como si no fuera bastante vinieron a unirse una infinidad de deudas, confesadas poco a poco por Matías; deudas al hostal de Murons por las cosas prestadas para la romería, deudas en tabernas y mesones por bebidas y víveres que no había pagado en el momento de la compra, deudas con el señor cura por las aleluyas y las estampas pedidas a Gerona. Muchas deudas: deudas pequeñas, de poco montante, pero numerosas y punzantes como un vuelo de mosquitos que, al manifestarse, dejaban yerta de asombro a Mila y que luego se convertían en yesca y motivo de perpetua angustia. No pensaba más que en aquellas deudas y en la manera de pagarlas, y por ellas cedió y pasó la vergüenza, no sólo de ver a Matías pidiendo con la capillita al cuello, sino de consentir ayudarse, para fines distintos al servicio del santo, del fruto de aquel vagabundaje limosnero.
—Otro día cuando venga una racha de suerte, cuando ya sin deudas pueda hacer unos ahorros, lo devolveré todo, todo, hasta el último céntimo, a la capilla... —se decía Mila todos los días, como para descargar su conciencia: pero se le caía la cara a trozos cuando su marido, al volver de sus correrías, le mostraba la bolsa, calculando lo que podrían hacer con el dinero reunido. Ella hubiera querido taparle la boca, hacerle sentir la ignominia de lo que hacía, evitar a toda costa que el pastor se enterara de aquella ignominia y los juzgase por ella. Era el suyo un juicio mudo, un juicio que, estaba segura, no se revelaría jamás en palabras o en acciones, como si lo hiciera una estatua, pero no por eso menos severo, menos implacable. Y ella que, sin darse cuenta con claridad, hubiera querido levantarse y envolverse en resplandores, como una santa, a los ojos de aquel hombre, veía con rabia y confusión que aquel juicio la envilecía, la aplastaba, la llevaba a un nivel más bajo que los ladrones camineros, porque los bandidos del camino real exponen su vida para robar a los hombres, y ellos, sin ningún peligro y con la confianza de un cargo, robaban a los mismos santos.
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Entonces, la placidez de carácter de aquella mujer se transformó en acedumbre e iracundia, y la negrura de sus pensamientos cayó en rociada constante y agresiva sobre Matías, el hombre más tranquilo e inalterable por costumbre, provocándolo y haciéndole perder la tranquilidad. Siempre estaba tras él, fastidiándolo, riñéndole, diciéndole abiertamente que se fuera de casa, en busca y persecución de las malditas monedas. Y él, acosado y exasperado por aquel martilleo venenoso, fue cediendo, cediendo, hasta obedecerla poco menos que a ciegas. Sin atreverse a remolonear en la cama, dejaba las sábanas temprano y, con la capillita al cuello, emprendía su largo peregrinaje por la llanura. A los pocos días se conocieron los resultados de aquella actividad inusitada: rápidamente perdió aquellas carnes sobreras de holgazán bien cuidado, tan parecidas a las de un cebón; desinfló la papada su saco grasiento, en los hombros, acojinados de por sí, apareció el entramado de músculos, se borraron los hoyuelos que convertían sus manos en manos de abadesa, y el cinturón ya no le dejó en torno del cuerpo ninguna señal roja. Hasta de aire cambió; sus movimientos perdieron la lentitud gandula que en él era habitual, y en su cara apareció una expresión avispada, como la de los otros hombres.
Mila habría dado gracias a Dios por estas mejoras, si hubieran ido acompañadas de otras más positivas, pero, lejos de esto, cuanto más crecía el celo y la obediencia de Matías, más triste era la recompensa.
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Y ni aquel día, ni en todos los de la quincena que pasó Matías fuera, se atrevió a reñirle por quedarse a dormir en casa del Ánima, por miedo a que aprovechara la ocasión y ya no saliera más a pedir. Pero, a partir de la quincena siguiente, las salidas de dos o tres días se fueron haciendo tan frecuentes que la mujer empezó a inquietarse, y pensó que era ya hora de tirar un poco de la cuerda. A las primeras advertencias, Matías, de pronto, pareció desconcertarse; luego, embarullándose como de costumbre, prometió enmienda vagamente, con palabras entrecortadas que nada querían decir: —«Que sí» «que bueno...» «que ya verás» «ya lo intentaré... » —pero eso fue todo, y ni el más pequeño cambio alteró su comportamiento. Entonces, pasó Mila de las advertencias a las prédicas y de éstas a las órdenes terminantes; pero el resultado fue el mismo: todos los esfuerzos se estrellaron contra la resistencia pasiva que le hacía amoldarse aparentemente, doblegándose como un junco ante la tormenta, para erguirse pasada ésta como si nada hubiera pasado. Salía de casa cada vez más temprano, y al hacerle prometer ella que volvería antes de caer la noche, lo prometía sin obligarla a insistir, pero al atardecer no regresaba y a menudo tampoco lo hacía al día siguiente; y era en vano intentar tratar de retenerlo con cualquier pretexto o que quisiera hacer algo en casa: él se escabullía como una anguila y cuando iba a buscarlo, ya no lo encontraba. La gandulería y la holganza parecía que se le hubieran fundido como las grasas del cuerpo, y a veces ella le descubría una vivacidad de gamo y habilidades de vulpeja para engañarla y hacerle perder su pista. Pronto se dio cuenta Mila de que el cambio del marido era más profundo de lo que al principio había sospechado; que algo inesperado había podido más que ella, que había entrado en su vida, forzando la puerta cerrada de su indiferencia bestial, un elemento nuevo que lo alteraba interiormente, y que aquel elemento misterioso encerraba en sí una fuerza hostil a la mujer, que la rechazaba y la apartaba de su vida aún más de lo que siempre había estado.
La mujer sintió ante la nueva derrota un despecho furibundo de animal agrillonado, y, por la noche, en el vacío del lecho matrimonial, mordía con la boca terrosa el frescor húmedo de las almohadas.
Y como para hacerle más dolorosa la derrota, fue viendo que, cuanto más alargaba él sus estancias fuera de casa, más pobre volvía y más impaciente por huir de nuevo. Habló al fin Mila con el pastor de aquel misterio, y Gaietá le dijo:
—No me gusta tener malos pensamientos, ermitaña, y de lo que voy a decir, no es que esté seguro... pero, vaya. Tengo para mí que su hombre no anda por ahí pidiendo como dice... Estaba yo el otro día ahí por la banda de las Cabiroles y, de repente, veo dos bultos que se movían allá abajo, por el Bau de les Olives, sobre el Salt del Crestat. Estaban muy lejos y no los pude ver claramente, pero juraría que eran su marido y ese maldito Ánima que Dios confunda... El Bau no es camino para ningún sitio, y los pájaros del cielo no llevan los bolsillos llenos de onzas... Conque no podían ir de pedigüeños, ya ve... Yo diría que el otro debe arrastrarlo a rondar por las conejeras, y como su hombre es así... que no es capaz de preocuparse de nada... Pero no le diga nada por ahora, ermitaña, hasta saber qué hay de cierto... Ya andaré yo con el ojo atento ¿me entiende?...
Mila no dijo nada, tal como le recomendó el pastor, pero todo su valor desfalleció ante la nueva prueba a que se veía sometido, y su solicitud se espesó y se congeló en su alma como cuajarones polares. Finaba octubre y los crepúsculos, dejando más espacio a la noche, recortaban cada vez más el día con tijeras de sombra, empequeñeciéndolo considerablemente. Matías pasaba fuera de la ermita cinco días de cada semana; Arnau de Sant Ponç no había vuelto desde aquella charla en el corral; el Ánima, desde el día de la fiesta; no se veía a nadie en la montaña, fuera de las leñadoras de Ridorta, siempre aplastadas bajo su carga de matojos, y hasta el pastor ya no acorralaba a las horas de sol, como hacía en verano, para volver a salir con la fresca, sino que paseaba el rebaño desde las diez de la mañana hasta las cuatro de la tarde, y, al retirarse, en vez de ir a la cocina a charlar un rato, cogía de la mano a Baldiret y bajaban a Murons, donde el niño recibía una hora de escuela a cargo del señor maestro hasta que, llegado el invierno, bajarían ya definitivamente a la masía y entonces podría ir a la escuela normalmente. El pastor había ideado aquello para no tener que arrebatarle de golpe el chiquillo a la ermitaña, pero poco provecho sacaba ésta del ingenio del pastor. Sola en casa todo el santo día, sola en la cocina oscura y desierta en las veladas interminables y llenas de frío, sin trabajos precisos que ocuparan sus horas vacías, iba sintiéndose invadida por la tristeza más fuerte y dolorosa. A media mañana había terminado ya el trabajo; la comida borboteaba en el fogón, y ella, libre de cualquier trabajo y de todo deseo de holganza, se asomaba a la ventana de la cocina, que daba hacia la espalda del Roquedal Mediano, o bien en la barandilla de la terraza que daba a levante. Y desde allí veía salir el ganado, precedido por los gritos de Baldiret, rodeado de los ladridos y las carreras enloquecidas del Mussol y seguido por el pastor, a retaguardia, con su zurrón de piel de oveja colgando de la chaqueta de dril, el gorro de piel bien hundido en la cabeza, la capa plegada al hombro, el cayado suspendido horizontalmente de la mano, y clavando en el suelo las suelas herradas con cachaza solemne, desprovista de cualquier sentimiento de pereza o torpor.
Las ovejas se dispersaban por una u otra banda de la montaña, extendiéndose sobre la tierra húmeda y parda como una nevada corredora; el chiquillo saltaba trastabillando y volviéndose a cada instante para enviar a Mila palabras de despedida y sonrisas retozonas. También el pastor solía volverse una o dos veces para hacer con el cayado un movimiento afectuoso, y cuando la nevada se perdía más allá, y se hacía sutil como una polvareda y los pastores se fundían en ella, Mila quedaba aún más inmóvil en su ventana, y sus ojos abiertos y encantados se abrillantaban poco a poco, se llenaban de agua, y al fin se desprendían dos lágrimas plenas, que caían sobre sus brazos cruzados.
[…]
El pastor se alarmó ante la actitud de la mujer.
— Ermitaña! —le dijo un día en que la encontró llorando, y ella tuvo que confesarle claramente que no sabía por qué lloraba—: hace tiempo que no va como debiera, y a esto hay que ponerle remedio... y no quiero decir remedio de boticario, ya ve... Le ha cogido el mal de la montaña, estoy seguro. Y es una especie de enfermedad de tristeza que sólo se cura aireándose y divirtiéndose un poco. No es que por aquí haya muchas diversiones, que digamos, pero va a haber que arreglárselas para encontrar alguna. Primero, y para empezar, nada de estarse aquí sola, en casa, como un mochuelo en su agujero. La compañía es media vida ¿no? Mañana, cierra la puerta y se viene con nosotros ¿de acuerdo? Por aquí no sube ya ni un alma, fuera del ermitaño, y si éste sube y lo encuentra todo cerrado, que se espere o que se vuelva: maldita la falta que nos hace.
Y endulzando con un tono ligero y una sonrisa la seriedad de estas palabras, decidió él solo, sin esperar el consentimiento de la santera, en que se la llevaría a la montaña.
—No vaya a creer que allí se está tan mal... Ya me lo dirá, y si no lo cree, pregúnteselo al pequeño...
Mila no puso ningún impedimento ni resistencia, como si tuviera amortiguada o secuestrada la voluntad. Y al día siguiente se dejó llevar tras el rebaño mansamente y con una docilidad de niño. Por el camino, el pastor la fue entreteniendo con su charla. Luego se detuvieron a beber bajo la Volva, más tarde vio al chiquillo jugar y apedrear los aires con la honda, y, más tarde aún, se comieron los dos la pitanza que el pastor llevaba en su zurrón...
Cuando bajaban por la ladera del Roquedal Mediano, las ovejas se precipitaron, embistiéndose entre sí, hacia la ermita, la mujer recordó muy sorprendida que, desde hacía muchos días, aquél era el primero que se le había pasado sin darse cuenta; y un aliento de frescor estimulante, anunciador del próximo crepúsculo, la abrigó de arriba abajo y pareció desentumecerla, reavivando gratamente sus energías.