Sin embargo, las impresionantes imágenes de Viajes y flores nacen de una experiencia directa de la realidad y la comentan. Diferentes estudios críticos señalan la relación entre este libro y las vivencias en el exilio, profundamente sentidas por la escritora. La sorpresa del caminante ante la vida de los pueblos que visita y, sobre todo, la alienación, la falta de arraigo a las tierras por las que pasa, lo definen como inmigrante, “el que no es de aquí”. También el mundo de las “flores de verdad” despierta en el lector una sensación de rareza, surgida del encuentro con aquello que es otro. Los experimentos estéticos y lingüísticos que encontramos en el libro subrayan el vínculo con la época en la que se escribió. La osadía a la hora de crear unos seres y unos lugares tan irreales e inverosímiles posiblemente se fundamenta en una fuerte confianza en el poder de la lengua, vista como instrumento capaz de describir cualquier fruto de la fantasía, incluso los más sorprendentes. Las soluciones adoptadas por la escritora ensanchan (y a la vez confirman) las posibilidades del catalán literario, cuestión que difícilmente podríamos desligar de las limitaciones impuestas por la dictadura franquista en la posguerra. La confrontación entre dos mundos que observamos en “Flores de verdad” tienen un valor similar: unas insólitas creaciones botánicas se oponen, aunque sea implícitamente, en unas “flores falsas” que son, paradójicamente, las flores reales conocidas por el lector. Asimismo, el universo de plantas maravillosas se levanta como una alternativa a la realidad, a la vez que cuestiona su carácter verdadero.
Viajes y flores es un libro que descubre algunos secretos de la escritura de Rodoreda. Sobre todo muestra por qué vías penetra en sus obras la época que vivió la autora. La realidad enlaza con la ficción no sólo a través de la anécdota que pretende imitar la vida. El lector que quiera buscar los rastros está invitado a bajar allí donde la realidad imprime en el texto su sello más profundo, invisible a primera vista.
El libro refleja también la importancia que tiene el detalle en las obras de Rodoreda. Los lugares que visita el caminante no disfrutan de una dimensión épica; al contrario, son caracterizados por un pequeño número de rasgos, a veces tan incorpóreos e intangibles como aquel malestar que se apodera del pueblo del miedo, o como los colores del arco iris en el cuerpo de una criatura recién nacida. Las flores se distinguen por minucias: la forma de enrollarse a una rama o de temblar en el viento, un color difícil de definir, o bien una debilidad que afecta a su naturaleza vegetal. A partir de estos mínimos elementos la escritora consigue construir mundos inolvidables, llenos de expresividad, y unos seres no menos sugestivos. Este es también el caso de las novelas de Rodoreda La plaza del Diamante, La calle de las Camelias o Espejo roto. Incluso en esta última, la más “épica” para tratar una saga familiar a lo largo de diferentes décadas de la historia de Barcelona, el cuidado por el detalle parece el punto de partida para la construcción de la historia y de los personajes, que permanecen en la memoria del lector ligados a algún objeto pequeño, expresión de lo más destacado de su vida novelesca. En definitiva, Viajes y flores muestra la esencia de la escritura de Rodoreda.