Nacido el 10 de julio de 1913, el joven autor era plenamente consciente del camino escogido: una visión amarga y desencantada del mundo. La idea de la muerte y de la crueldad estaba presente en El doctor Rip (1931) de una forma tan cruda que el prologuista del libro, Carles Soldevila, se veía obligado a precisar: «Contra una opinión superficialísima y vulgar, los inicios de la juventud no coinciden siempre con la exaltación de optimismos y júbilo, sino con una racha de adversidad, que unos temperamentos convierten en cinismo y otros en misantropía». Las explicaciones —llamémoslas psicológicas— de Soldevila son equivalentes a las que posteriormente se han ido destilando sobre desgracias familiares (muerte de dos hermanos en 1924 y 1926) para explicar el pesimismo que preside la obra de Espriu ya desde sus inicios. Sin embargo, parece más prudente adoptar un punto de vista estrictamente literario y juzgar las primeras obras de Espriu —sin olvidar Israel, escrita en español y publicada en 1929— como lo que son: un intento de explorar la metafísica del mundo a partir de unos recursos estilísticos y narrativos que no hacen más que concentrarse y devenir cada vez más lúcidos y afinados.
En la carta a Josep M. Boix i Selva, Espriu definía su obra como una «novela corta de costumbres marineras». En la primera edición, el libro llevaba el subtítulo «Novela». A partir de la segunda, editada en 1934 por Quaderns Literaris, Espriu añadió el subtítulo explicativo: «Retaule de siluetes d’arran la mar» («Retablo de siluetas junto al mar»), que, en la edición de 1968, pasó a ser el definitivo «Unes esvanides ombres del nostre mar» («Unas desvanecidas sombras de nuestro mar»). La duda sobre el género literario (novela corta, novela, retablo) finalmente se resuelve a favor del carácter evocativo de unas figuras que primero son «siluetas» y después «desvanecidas sombras», palabras altamente significativas del mundo de Espriu y que en Laia servirán para caracterizar a los personajes. Epítetos de indudables ecos filosóficos, son también para Espriu términos literarios para referirse al mundo de los personajes que está creando.
Espriu tenía razón al dudar de que Laia fuera una novela en toda regla. En primer lugar, por la extensión se acercaba más a la nouvelle. En segundo lugar, el libro presentaba una aparente dispersión en cuanto al seguimiento de la trama. El triángulo amoroso principal formado por Laia, Quelot y Esteve se ve punteado por otras relaciones que se van entrecruzando, a veces directamente: la jorobada Paulina, enamorada sin esperanza alguna de Esteve, y Anneta, enamorada de Anton, que sucumbirá al hechizo de Laia; pero también de forma más indirecta: la tía de Paulina, «Fragata», está aún enamorada de Frank que la abandonó, mientras que Cavaller de Pastor, representante de una aristocracia degradada, es el amor platónico de «Fragata». La voluntad de Espriu, sin embargo, no era la de crear unas relaciones vodevilescas o de amores encadenados tan frecuentes en la literatura de los años treinta del siglo XX. Estas peripecias amorosas se pueden describir con una palabra que aparece repetidamente en la novela, «red». Los personajes son, en realidad, prisioneros de unas relaciones que, sea por sus expectativas truncadas o por la culpa que llevan a rastras, los sitúan en un malestar del que es imposible escapar. Todos son amores no realizados, también los de los otros personajes secundarios como el vagabundo o Vador de la Governadora, y conducen a la conciencia del desfallecimiento y de la muerte. Solamente mosén Gaspar, enamorado del campo y de la literatura clásica, tendrá, antes de morir, un instante de paz.
Esta complejidad se ve reforzada por la aparición de grupos de personajes que, como un coro contrahecho de tragedia griega, comentan y critican los acontecimientos de la obra, un recurso que Espriu terminará erigiendo como el motor principal de la narración en sus cuentos. Los pescadores y las vecinas cotillas del pueblo forman un auténtico retablo que Espriu describe en sus aspectos más grotescos. Son personajes títere que simbolizan la subordinación del ser humano a las fuerzas que lo encadenan y lo envilecen. El gran juego literario que la novela llega a establecer es la relación entre los personajes descritos desde un punto de vista más psicológico, y estos personajes títere en los que no podemos dejar de reconocer nuestra propia naturaleza. Los personajes principales de la obra aún cuentan con otro elemento que los desdibuja y los sitúa en un retablo, o que de algún modo los convierte en sombras también en relación al protagonismo literario: la presencia descriptiva del mar, de los escenarios rurales, del mundo de los pescadores, de la liturgia, de los diferentes ambientes que devienen simbólicos y significativos, los cuales acaban funcionando como elementos descodificadores del sentido de la trama y del libro. De esta forma, la posible desestructuración narrativa se recompone a partir de unos elementos significativos que, a lo largo de la obra de Espriu, enlazarán los diferentes libros y géneros literarios. Los elementos naturales, como el mar, la noche, la niebla, la luna o las estrellas actúan como auténticos definidores del misterio de los personajes, en especial de Laia.
No parece descabellado ver en Laia un auténtico laboratorio estilístico. Superada la voz única de El doctor Rip, Espriu ensaya en Laia una serie de registros literarios que después se desarrollarán en su obra posterior. Espriu recupera el trazo de escritores como Gabriel Miró, que en Israel había seguido en español, y lo combina con la influencia de Joaquim Ruyra, cuya obra le sirve como modelo lingüístico para las descripciones de la naturaleza y para el retrato del habla de los pescadores, además de ofrecerle algunas heroínas que reencontramos en Laia, en quien también reconocemos la presencia de la obra de Víctor Català, o recorre a Valle-Inclán para dibujar las figuras grotescas y expresionistas que pueblan la novela. Las primeras versiones de la obra son más transparentes que las ediciones posteriores, cada vez más esencializadas. Las dos grandes figuras femeninas, Laia y «Fragata», nos muestran, al principio, su voz directa, con pensamientos, monólogos y diálogos que desgranan el sentido íntimo de su tragedia. A partir de la tercera edición, estas voces van siendo tamizadas por el narrador. Mantienen el mismo sentido, pero llegan al lector de una forma mucho más púdica. Si bien estas correcciones pueden parecer distanciadoras, también es cierto que permiten desplazar hasta el primer plano los elementos descriptivos de la naturaleza. A lo largo de las múltiples correcciones a las que someterá el texto, Espriu incorporará elementos de obras posteriores, de modo que Laia no ofrece únicamente material para obras futuras, sino que se modifica a medida que éstas van apareciendo. Se trata, en definitiva, de un auténtico microcosmos del conjunto de su escritura.
En el prólogo de Primera historia de Esther, Espriu habla de «qué magníficas cosas fueron nuestro mar y la pequeña historia de las ciudades de su ribera, única patria que todos hemos entendido». Laia es un retrato de esta pequeña patria, un retrato que surge desde la idea de decadencia. Ambientada alrededor de los años ochenta del siglo XIX, el esplendor ya ha pasado, como simboliza la envejecida «Fragata». El pueblo de Laia no nos lleva a Sinera, sino al mar, a «nuestro» mar. En la edición de 1952, Espriu se refirió a Laia como una «hija de pescadores, tal vez de Sinera, tal vez de más allá», pero en ediciones posteriores la referencia desapareció. El mito era el Arenys de Mar de la infancia de Espriu evocado desde la posguerra, y no el mundo que retrataba en Laia, en el que, además, Espriu entremezclaba descripciones de Palamós. El espacio es, pues, indeterminado, como también lo es la enigmática figura femenina central, cuyo nombre auténtico, ya que Laia es simplemente como la llaman, en realidad se ignora. Laia hereda los achaques del alcoholismo familiar, está enferma y se relaciona con el mito de la mujer serpiente, portadora del mal y de la destrucción. Su aspiración a ser una mujer como las demás se ve continuamente frustrada. De su matrimonio con Quelot nace un hijo con una lesión en la médula, y lleva a Anton a la muerte con su hechizo, una muerte, un suicidio, que se ha interpretado como un camino de elevación. A partir de aquí, en unos capítulos de continua ascensión dramática, el pueblo se verá sometido por el cólera, propagado por un vagabundo que se erige como la contrafigura de la protagonista. Laia sufrirá la enfermedad, pero, condenada a vivir, no morirá. Adúltera, en una plegaria sacrílega pedirá que Esteve, su amante, mate a su marido. Finalmente, reconocerá que no quiere que ninguno de los dos viva. Laia concentra el mal y lo expande, y se ve sometida a un castigo final: seguir dentro de su red.
En contra de lo que se ha dicho muchas veces, Espriu no es un escritor extraño a su tiempo. Laia forma parte del gusto por entroncar con la narrativa modernista de fin de siglo que encontramos también en muchos otros autores de la época. Lo que singulariza a Espriu es la alta capacidad de subordinar el material narrativo a su mundo simbólico y significativo. Laia es también una novela filosófica, en la que las ideas se encarnan en los personajes que establecen un debate sobre la bondad y la maldad, sobre la salvación y la condena, sobre las ideas y la realidad. El mundo de Espriu ya aparece en esta novela, que en 1970 fue adaptada para el cine por Vicente Lluch, en su fundamental complejidad, también respecto a una mirada capaz de la crueldad más fría y, a la vez, de la compasión más sentida, porque Espriu no se siente ajeno a sus personajes, ni siquiera a los más degradados.