Viaje al pueblo de las niñas perdidas
No era un pueblo, era un bosque. Las niñas habían salido de su casa para ir a coger la clemátide, algunas la amapola, algunas el cardo morado, y otras la rosa silvestre... y no habían sabido salir del bosque que habían tenido que atravesar y el bosque se las había quedado. Todas iban vestidas igual: falda roja, justillo de florecitas azules y amarillas con el fondo de la tela azul marino. Todas eran rubias, todas llevaban tirabuzones, todas tenían los ojos azules, todas llevaban en la mano un ramillete de la flor que habían ido a coger. En cuanto se despertaban empezaban a bailar y a dar vueltas y vueltas al tronco de un árbol, cada una al suyo, mientras iban cantando la canción del amanecer. « ¿De qué vivís?», «De castañas, de las que aún tienen la cáscara verde, lisa, y con un pincho de vez en cuando». Una que llevaba un ramillete de jazmín me explicó su vida: «En mi casa vivía bien; tenía tantas muñecas y tantos muñecos como quería, comía siempre sesitos de pichón y platos de crema quemada, bebía siempre que tenía sed horchata de almendras tiernas, dormía hasta que se me terminaba el sueño y tenía tiempo de sobras para soñar que era pez, que era pájaro, que era serpiente, que era hiena... pero una noche soñé que las flores de jazmín me llamaban; querían que las cogiera yo y sólo yo. Se abrían poco a poco y del agujerito que tienen en medio salía una vocecita que era la mía y decía mientras yo dormía: «Queremos que la niña que todo lo tiene venga a cogernos antes de que la abeja haga miel de nosotras». Me levanté, aún era negra noche, aún iba con el sueño engastado en los ojos, toda yo un delirio, y andando andando, encontré el jazmín, hice un ramillete con todas sus estrellas y ahora soy una niña perdida porque no supe encontrar nunca más el camino de mi casa, de mi casa con un jardín florido de alhelíes y de vitadimia». Le dije que si quería yo la podría acompañar, que las podría acompañar a todas de una en una. Enseguida puso la cara triste y el azul de los ojos se le veló; acabó por contestarme que prefería ser niña perdida y vivir en el bosque donde por la noche las ramas de los castaños bajaban hasta donde estaba y abrazándola la arropaban y le decían que la amarían hasta la hora de la muerte; que si no salía del bosque sería siempre niña con faldas rojas, con tirabuzones como virutas, con el azul de los ojos lleno de ternuras de agua y, con gotas de rocío entre el rosa de los labios... Y añadió con unos ojos repletos de inocencia y sin parpadear: «En cuanto se pierde una niña, al pueblo le dan el nombre de la niña perdida, y aquella niña se convierte en la patrona de su pueblo. Compran una muñeca grande, la visten de santa, le ponen una corona de latón, la meten en una vitrina y la van a visitar y a llevarle flores de vez en cuando. Yo, me llamo Gertrudis».