Nadie conoció el nombre del padre. La madre de Alpargata se lo llevó consigo a la tumba dos meses después: murió sin darse cuenta de que se iba. Dolors no pudo consolarla en el momento del tránsito: la chica sólo lograba hablar en griego.
El abuelo se encerró seis días y seis noches en el despacho. El séptimo salió y dijo a la criada:
—Dolors, ahora tenemos que pensar sólo en el niño. Esconda todos los espejos. No debe saber cómo es.
Los terribles bombardeos de marzo de 1938 confirmaron que la luz roja que formaba haces aislados, como una cortina de gasa, que hubiera dicho Dolors, era la aurora boreal y no un buen presagio.
Durante unos meses, el abuelo subió a diario al terrado. Observaba el dolor de la gente, las largas hileras de los que escapaban, la lenta espera de los que se quedaban, la ciudad en ruinas. Dijo adiós a los amigos que se iban y al antiguo esplendor. Cuando hicieron su entrada los otros no quiso verlo. Cerró todos los balcones que daban al Paseo de Gracia y se fue a la cocina. Alpargata chupaba con deleite el pezón del ama de cría. Miró al niño y tomó una resolución.
—Construiré para ti —dijo— un pequeño paraíso. Y cuantas voces oigas te sonarán melodiosas.
Dolors, que atizaba el fuego de la cocina económica, dejó escapar un suspiro. Estaba ya acostumbrada a la manera de hablar de su señor.
El señor Malagelada era de ideas republicanas, aunque no un hombre de acción. Tenía mundo y, de joven, había pensado hacerse poeta. Pronto descubrió que un mal poeta es peor que un asesino y se retiró a tiempo del arte que más gente vanidosa y menos maestros produce. Prefería leer a escribir malos versos. Su prodigiosa memoria le permitía recitar en cada ocasión el verso adecuado. Los buenos poetas se lo agradecían, conscientes de que el señor Malagelada pertenecía a una especie en vías de extinción. Ante él se sentían de algún provecho y no hay nada que un poeta desee con más anhelo. De regreso de su largo viaje al extranjero, dedicó todo su tiempo a distraerse y a la lectura. Afirmaba que los libros nunca traicionan. Al terminar la guerra, se volvió aún más misántropo. Las personas le cansaban, no resistía sino una hora de conversación. Dolors lo sabía y no se atrevía a cantar más que en la cocina y con la puerta cerrada.
Era originario de una familia que se había arruinado y enriquecido varias veces, según las evoluciones de la política europea. Tras la guerra malvendió las tierras de sus antepasados y se fue a vivir con su nieto al piso del Paseo de Gracia. Le quedaban aún rentas bastantes para vivir cómodamente, y hacer caso omiso de cuanto sucedía en la calle. Ordenó a Dolors que día y noche estuviesen cerrados los postigos y que no entrase el más leve ruido ni luz. Y crió a su nieto con toda clase de delicadezas, entre algodones.