El limonero estaba ahí y punto. Como tantas cosas que vemos y por las que pasamos de largo sin darnos cuenta de que las retenemos, sin pensar que las retenemos para utilizarlas después. Con el limonero no fue así. El otro, el literario, se había convertido en un símbolo. Yo vivía encerrada, como he dicho, en un patio rodeado de casas altas, enclaustrada bajo una bóveda de cielo azul o nublado, siempre el mismo pedazo de cielo, inamovible. Lo que despertaba mi imaginación era la calle, porque me estaba prohibida. Allí los niños eran libres, vivían entre los perros y los árboles, con las rodillas llenas de pupas, jugaban a aventis, se zurraban y decían palabrotas. Cuando empecé a ir sola por Barcelona mi calle dejó de ser misteriosa. Entonces el misterio estaba en la ciudad, con su grandeza, sus barrios donde, quién sabe, había gente que vivía como le daba la gana. Las palabras de los adultos me servían para imaginar la prohibición. Algo parecido sucede con el amor y en el amor hay mucha literatura.
Y me prohibieron jugar en la calle porque aquello era cosa de niños ordinarios y maleducados. En los años de la posguerra el Ensanche era un barrio de señores que hacían lo imposible por mantenerse inconmovibles ante el cambio de las cosas y el tiempo. Los hijos de los señores del Ensanche habían huido hacia la parte alta de Barcelona, a pisos donde había dos cuartos de baño, escalera de servicio y donde algunas habitaciones llevaban nombre inglés: hall, office, living. En el Ensanche se quedaron los profesionales, los que no supieron mantenerse a flote después de la guerra, algunos rentistas y las viudas de los antiguos fabricantes textiles. Muchas de aquellas señoras tuvieron que sobrevivir —y aún sobreviven— con economías más bien míseras, con los bolsillos vacíos pero el señorío hasta el fin. Era un barrio lleno de señoras Miralpeix, uno de los personajes que más aprecio, y que no hay manera de que se me muera. Quizá porque el señorío, aunque cambie de lenguaje y de formas, es eterno.