III
¿Pues qué saqué de haber huido,
por ocultar mi rostro, por saber si existías,
y estibarme, encogido, en lo hondo de la nave?
Tú nos lanzaste
desde lo enjuto un viento enfurecido.
Toda hervor de venganza era la mar
y un frenesí de voces.
Hoyo pringoso nos sorbió, sin esperanza;
se alzaban cordilleras en pie, de un solo grito,
y al cielo ensordecían, despeñándose.
Astillada su fuerza de un zarpazo,
ahogó el palo mayor su agravio en una ola.
Al grito «¡Alivia, alivia!»
por la borda, a pedazos, fue el batido aparejo.
Y en tal apuro de fortuna aviesa
sangra uno por la frente, por la mejilla el otro;
y cual si ya la oscura fosa nos tragara,
cada quien imploraba a su dios: Sol o Luna,
la Hetera, el gran Bicorne, un peñasco o un pez.
Un mal bandazo hirióme en la cabeza:
y la negra manada del turbión,
ya celadora de mi muerte,
husmeaba lo inseguro del hilo de mi vida.
y se alargó mi sueño en esa tempestad
hasta que me espetó el patrón, de pronto:
―Despierta, y a tu dios al punto invoca;
punza su pensamiento, hazle mudar;
tal vez es él quien tenga así fruncido el ceño:
y si te ve nos salvará―.
Flaqueándome las piernas, subí al puente,
y dijo un pescador detrás de mí:
―Negro se pone, de rencor, el cielo.
Alguno de esta nave enfureció a su dios.
Perderemos el fuste, la ganancia y la vida;
más y más señorea cada ola;
alborotan aullando los monstruos de la mar.
¿Por culpa de uno moriremos?
Hay que saber por qué la nao va a tumbos
hasta la misma muerte.
Venid, cesad la loca gritería:
apiñados en ruedo, echemos suertes.
Y en mí, al momento,
el buscado enemigo descubrieron:
la adversa suerte
me había señalado.
Tenían prisa,
pálidos de ojeriza y chillando de miedo;
de su conspiración entraban y salían
en ramalazos de impaciencia.
―Sepamos, ahora, qué haces en la nave, traidor,
tus artes y tu signo:
dinos cuál es tu ley, y cuál tu pueblo.
―Mísero yo, el escondido en la estiba
(pues hasta de la luz recelaba, medroso),
os abro el corazón, ya que la muerte llega.
Soy de la tierra y la fe de Israel,
nacido entre pedrizas y matas calcinadas;
y adoro a Jehová, Dios de los cielos,
solitario señor de las estrellas
que creó la mar y lo enjuto;
y por Él soy guiado y fuera de Él perdido.
―¿Qué mal urdías al tomar la nave?
―He subido a esta nave por huir de Jehová.
Busqué sendas torcidas
intentando incumplir su voluntad.
Fuera grato, en mis rezos, el repetir su nombre,
pero lejos, aquí, como quien bebe un filtro,
sin padecer
ni arrepentirme,
sin que me desvelaran zozobras, sin temer,
y sin temblar ante el anuncio a mí confiado,
ni acumular afrentas por los tristes caminos
ni en vano correr mundo,
y nunca más en hojas, llamaradas o nubes,
oír la Voz que me escogió.
Y respondió la gente de la marinería:
―Cuando es tan fiero un Dios, cual Jehová se ha mostrado,
si un ataque de celos le acomete
loco está quien, al punto, el traidor no le entregue.
Pero la voluntad de tu Dios nos aturde,
no sabemos qué ordena con semejante viento.
―Agarradme ―les dije―, echadme por la borda,
y veréis cómo vuelve la bonanza.
Porque en congoja terminó mi huida
y avergonzado estoy de mi vileza
y sé que Dios me llama
y que a su grito el mar se recreció.
Mas de piedad y de temor, con voz quebrada,
dijeron: ―Quizá su Dios, por él, quiera amainar―.
Cada cual le dio al remo, a la desesperada,
hacia la costa, envuelta de nubes y de espuma:
con más afán aún, el mar se hizo montaña.
Los remos les cayeron de las manos. Entonces
a Jehová alzaron los hombres gran clamor:
―Tú que castigas y acongojas
y nos dejas rendidos, sin vigor,
¡Dios de cejas feroces!,
Tú, que después de abierta la fosa que va y viene,
donde el temporal bate nos revuelcas
por el triste esconderse de un huido:
¡si muere el hombre que persigues
tu abismo no nos trague!
Asunto tuyo es si a venganza te inclinas.
Tú eres quien dice: ―Así.
No lo echamos al mar, eres Tú quien lo arrojas;
pon la otra mano, al punto lo recobras.
Hacerle puedes otra nao, si quieres,
o una isla colocar bajo sus pies.
Lucro divino yo de tal contienda,
arrojado fui al mar. En alboroto:
―A ver si Dios ―decían― lo recoge―.
Y abrió ventana el empapado cielo,
la mar perdió su hervor.
En la llanada, ya en bonanza,
un gran pez que Jehová junto a mí hizo saltar,
de un gran bocado,
medio dormido, me tragó.
Yo, cuando en Jaffa la nave armó vela
―cantos de locos, risas de los bravos―,
escondrijo quería para mi ánimo;
pero Dios trastornó mi deslealtad
y en escondite dieron mis sentidos:
y en el vientre del pez permanecía,
ya liberada el alma, tres días y tres noches.