EL DESGREÑADO
Quiero decirte, en recuerdo de los tiempos que olvidaste, que, si me matas, morirás no pocas muertes; porque tu sangre está mezclada a la mía; y luego que haya fenecido, podré, invisible, quitar la substancia a tus manjares, y, cuando duermas, sorber la tuya.
EL TOCADO
¿Quién eres, pues, o por quién te das?
EL DESGREÑADO
Despacio, despacio. No he de hablar atropellado. Desármate primero, cede, que cuando anduve hombre a quien no mandaba nadie.
EL TOCADO
A lo mejor eres como el ruin bebido que, antes que se tumbe a roncar, de repente alega que es rey. (Deja el arco en el suelo).
EL DESGREÑADO
Ya que, por de pronto, no te decides a matar, ¡ea!, platiquemos. Quiero ante todo aparecer de nuevo en algún trasandado espejo de tu memoria. Sacude el agobio de todo cuanto no haya sido demasiado bello en tu próspera sazón; y piensa en aquellos días lozanos en que tenías los ojos más limpios, y como tocados por cada cosa que brillaba. Eras entonces amigo muy acercado de un hijo de rey, con quien salías a la espesura en busca de hazañas, aunque sólo para estremecerte del rumor de una hoja o del demasiado silencio de la verde pupila de una charca. Fuiste una vez con tu amigo, niño como tú, y acaso más valiente; y en alguna maraña de bejucos, descuidando el paso, disteis en tierra, y dos víboras, irguiéndose entre las matas, picaron a entrambos. Uno a otro os chupasteis el veneno, y lo escupisteis a los cuatro vientos, recitando al punto las excusas a la Gran Serpiente; y ante su nombre y ser, que a todo asiste, jurasteis guardar secreto el nuevo sello invencible de amistad. Sólo tú y yo conocemos esa historia.
EL TOCADO
Eres, pues... Ahora sí te creo. Y te conozco, aunque hayan marchitado tu frente y tus sienes y los pliegues de tu boca pesares o placeres que no compartí. Sin duda, estos son los mismos ojos con que me moviste al juramento, pequeños y burlones, pero de pronto mayores y graves. Y ello me basta.
EL DESGREÑADO
Ya ves, oh atarantado, si era fácil negociar nuestra paz. Pero te diré, ya en este sosiego, que te hallé también medio desconocido. Aunque cambiaste de muy otro modo que yo. Tú te hiciste como el jabalí, yo como la ardilla; tu sombra es mucho más copiosa que la mía, y jadearías más que yo si llevaras un peso; tu maíz viene a ti sin falta y está bien defendido y servido a sus horas, mientras yo como de lo quedado en las ramas difíciles, y ello al azar de los caminos, pues no dispongo de guardaderos, y me enfada todo peso, hasta en la faltriquera. En mis caminos me contó cosas al oído el quedo rumor de las soledades, y comí de extraños frutos, asegurándome de su bondad en acechos de pájaros o ratas que los cataban.
EL TOCADO
El desenfado de tu voz me hace pensar que no deba compadecerte; pero sabe que lo que es a mí no me faltan abastecimientos, preseas, botín. No necesito saltar, correr ni trepar. Nada remolona, viene la abundancia a mi buche, y todavía llena de veneración.
EL DESGREÑADO
¿Qué amuleto, qué tesoro viniste a descubrir? Cuenta, cuenta.
EL TOCADO
No quisiera engreírme, pero la voluntad de los espíritus superiores manifestó no ha mucho a mis ojos una divinidad dual, encumbrada en uno de estos cerros y manifestada en un par de imágenes roqueras. Trátase de la muy poderosa rana, macho y hembra, revelada a los humanos en su perenne alianza, origen de las cosas. La descubrí a los comarcanos, y alcancé nombradía de ser su agente y oráculo. Y nadie osa venir a la deidad con las manos vacías, porque no hay uno que no piense recabar de ella seguridad o consuelo. Y sin duda su gobierno es universal: está el macho erguida la cabeza, mandando a las nubes, convocando las lluvias o acaso los cometas de la guerra; y la hembra aparece dispuesta para el brinco, atenta al examen de dibujos trazados en tierra de labor con la coa, o al prometedor contoneo de las doncellas que oyen la primera cortesía al ir por agua: el rendimiento, digo, que las rinde.
EL DESGREÑADO
Así que vivirás ya en gran confianza de ese poderío que mueve a tantas dádivas.
EL TOCADO
A muchos inmortales veneran los hombres, por su cierto o imaginado poder; pero ninguno tan pujante y presente como la rana. Reúne todas las facultades, domina todas las virtudes, porque es del aire y del agua, del cieno y del fuego.
EL DESGREÑADO
¿Del fuego dices?
EL TOCADO
Mírala en la estación en que lanza su amoroso vocerío. Tan henchida se muestra entonces del fuego mismo de la vida, que a cualquier bicho se abraza, única en esta propensión natural del encendimiento con todos. Por ello es justo que haya venido a declarar su señorío en este País de las Siete Luminarias, en que a las veces asoma el fuego a enrojecer la noche por las llamas de siete cúspides. Repito que la rana está a todo y en todo presente; no olvides que ama y come (dos cosas muy contiguas, como medios casi idénticos de unidad) en los cuatro elementos, y pasan a ser substancia suya animalejos de los que horadan la tierra y de los que nadan, y de los que vuelan, y también de los que surcan las llamas, como la salamandra, o a ellas arriban para su fin, como las mariposas de la noche.
EL DESGREÑADO
Sin duda anuncia nuevos portentos la aparición de la rana, amiga de las cañadas, en lugar cimero de esta sierra. Aunque tal vez de más de un modo se pueda discurrir sobre estos signos.
EL TOCADO
Cierto que primero el culto de la rana se avino a lo que pareciera natural preferencia de ella. En el estanque rodeado de juncos, y con haces floridos en su centro, la deidad había escogido su albergue, lo que aceptaron nuestros pasados como semeja de que su altar predilecto debería hallarse cercado de linfas. Porque la primera revelación de ella tuvo lugar, según los relatos, cuando, punzando un animoso, que era a la vez héroe y mago, el odre del blanquísimo vientre de la Gran Croadora, manaron de él los lagos, ríos e innumerables charcas por todo el haz de los suelos. Y ya en aquel altar primero, fue conocedora, por ciencia que debía a su misma herida, de que por tal vertimiento haría de la tierra, hasta aquel día cerrado almacén de gérmenes, un infinito vergel de crecimientos; y del cielo, hasta entonces duro y despoblado en su inútil deslumbre, el gracioso país de las nubes pasajeras. Desde allí, pues, disponía la rana los girones pardos que llevan cargazón de lluvias; y al término de éstas, ella, saltando de una a otra cumbre, de puro júbilo, dejaba en el cielo como huella un combado alamar de tiernos colores. Toda la asamblea de las estrellas acudía al estanque elegido por la deidad, y se encogía allí, con su traspuesto dibujo y centello, como prisionera. Con voz poderosa se la escuchaba acuciar a los vientos para que inquietaran con afán de amores a todo lo que brama, arrulla, germina o florece. Y embriagada tal cual vez por su mismo son, no bastándole con aquellos hálitos ardientes, acaecía que, sacudiendo montes, volcara su fuego. Y si, incitada terrible enojo, apetecía de pronto calamidades, batallas, ruina de reyes y holocausto de pueblos, permanecía muda y ojo avizor, y en cuanto la luna aparecía en su estanque, se la tragaba; y el cielo se vendaba de negror helado, y los animales gemían, y remecía la angustia los palpitantes corazones y aun las almas inciertas de las piedras. Mas luego trocábase la rana en tutelar de la mayor serenidad del mundo, y ceñía de regatos la opulencia de los campos y hacía palpitar nuevos tesoros en las entrañas secretas de la vida; y todo lo engendrado interesaba a esos ojos saltones, que van como al encuentro del movimiento, o, deleitándose en su propia redondez, reflejan pasivos todo lo creado. Y esta deidad no sólo es señora de la vida, sino también de la muerte. ¿Quién no la ha visto, en absorta oración, con medio cuerpo al aire, apoyadas las patas sobre una piedra salediza, mirando al sol ataviado de plumas amarillas? Pues bien, entonces está escuchando, para tomarlas en cuenta, las demandas de sangre esparcida, de despojos arrebatados al calor viviente, que permitan al señor del día conservar su ardor benéfico, siempre amagado por la frialdad cautelosa y creciente que va sobrecogiendo a todo lo que dura.