Miserarum est neque amori dare ludum…
HORACI, Odes, III, 12
I
Por fin se había dormido y sonreía adentrada en su sueño, porque se medio creía y se sentía bonita y que podía pecar. Cada noche Paulina era visitada por el demonio y esperaba su venida. En la hora en que había más silencio en el cielo y las telarañas de niebla apagaban las estrellas, el novio infernal llegaba, precedido por el canto de un gallo. El demonio era alto, esbelto y presuntuoso, iba siempre bien peinado y en verano dejaba que la luna empalideciera las desnudas carnes negruzcas. En invierno, Paulina, que sufría por él, le obligaba a abrigarse para que no se resfriara. Al demonio le complacía hablar de hazañas arrebatadas, en el fondo de una malignidad algo inocente. Él las ponderaba mucho y las proclamaba unas maravillas. Paulina simulaba estremecerse, porque sabía que eso le gustaba a él, pero encontraba que todo en suma resultaba bastante infeliz. El demonio, acabada la narración, se echaba al lado de Paulina y la abrazaba fuerte. A veces, el aliento del maldito apestaba a vino y a cebolla. Paulina regañaba al galante, porque la baharada la mareaba, y él entonces reía y le llenaba de babas el pecho.
Aquel festejo duraba hasta la madrugada. Al romper el alba, cuando el despertar del nuevo día alejaba la tiniebla, el íncubo se deshacía de ella desapareciendo por el espacio aún amigo. Siempre acaecía que un perro vagabundo le veía y le acompañaba en su huida con sus ladridos. Paulina se despertaba, se miraba sus brazos y se acercaba poco a poco, temerosa de la cotidiana revelación, al espejo que pendía sobre la cómoda. El espejo rechazaba fríamente, sin ninguna misericordia, aquella imagen. La muchacha se desconsolaba, volvía a su cama, se revolcaba entre las sábanas y llamaba con gestos de una lascivia inútil al demonio, que no venía. Paulina lloraba su desgracia y se le ocurría de pronto que, si ahora moría, se podría condenar. Se imaginaba el género de tormento al que quedaría sometida, la plástica del fuego avanzando en una cortina de llamas, allí, tan cerca, que le parecía ver cómo las chispas saltaban a su alrededor y le chamuscaban la piel. Paulina se humillaba y rezaba para quedar libre de la tentación y para que los santos la protegiesen de los zarpazos del mal.
Tocaban unas campanadas. Paulina, ya más tranquila, las contaba y se levantaba con prisas. Se vestía en seguida para ir con su tía a la primera misa. Su tía, como era vieja, mascullaba por sistema advertencias y regaños. Salían. En la calle, unas voces las acogían y lisonjeaban con calculada alabanza:
—Es muy valiente, con estos fríos, la señora Teresita.
—Sí, hace un gris que barre.
—Los años no le pasan. Hay salud, gracias a Dios.
El tatareo aumentaba, hasta que un reverencial saludo de despedida unificaba de golpe la dispersa tontería del charloteo. Todos los vecinos coincidían en la expresión del deseo y en el respeto:
—Buenos días, señora Teresita, que tenga muy buen día.
—Que Dios la guarde de todo mal y nos la conserve, señora Vallalta.
Las onzas de la vieja teñían de un amarillo servil los ojos y las palabras de aquella gente. Todos esperaban el paso de la opulenta dama y vigilaban, atentos, la desvencijada figura que se borraba, poco a poco en la calima de la mañana. Ni veían, en cambio, a Paulina, que no contaba para nada en la crónica del pueblo. Paulina era un reflejo de la caridad de la «Fragata». Porque Paulina era, todos lo sabían, huérfana y pobre. Porque Paulina era, todos lo sabían y podían verlo, huérfana, pobre, fea y jorobada.