¡Oh Hipólito!
¿Qué Etna, qué Vesubio,
en violenta erupción,
galvanizó tus miembros suavísimos,
el gozo purísimo de estar
entre los amigos y los canes,
y detuvo el salto del corcel increíble,
sosteniendo el furor múltiple del follaje?
¡Oh Hipólito! ¿Cómo fue?
Te apoyas en el aire,
en el aire que te sabía de memoria,
en el aire a tu servicio,
y nos falta el rostro cándido.
¡Oh dioses! ¿Cómo fue? (¿Sabes tú
cómo fue, oh Fedra?)
Estás aquí, sin rostro,
sin la brizna, a punto de caerte, de la sonrisa.
Una línea esbelta,
un endecasílabo delirante se rompe
insospechadamente en el cuello,
y entonces a la Gracia le falta la consonante.
¿Fueron los dioses,
los dioses terribles, violentos,
aquellas negras selvas móviles,
porque en el rostro cándido se anunciaba Dios,
al término justo de aquella inocencia erguida
que fue Hipólito? (¿Cómo
fue, oh Hipólito, oh Fedra?) ¿No era ya de este mundo,
oh Dios, aquella esbelta vocación de cántico,
aquel rostro a punto de ala?
(Cruzan tranvías por la calle.
La niña duda si pasar.
Hipólito habla con los amigos
y Fedra lo ve desde el balcón
—la ropa tendida en los alambres.
Hipólito ha dejado la moto
celosamente junto al bordillo
y la acaricia, hablando.
Pasan tranvías y doncellas.
Sale un olor de aceite frito.
La tarde es una sábana mojada,
hace nada tendida no se sabe dónde.)
¿Quién dobló la espiga,
¡decid!, de este Virgilio, que en las pupilas frescas
quizá llevaba los aljibes de la nueva fe?
Nardo o vaso de silencio, ¿el silencio te crecía?
¡Hipólito, o la pura alegría de la amistad...!
Hay tijeras abiertas que no proyectan sombra;
hay relojes que se oyen como caracolas...
A la mitad de cualquier camino,
sale el ciprés de la amistad,
¡y nos viene un deseo de escribir todas las palabras en mayúscula,
de rayar las fachadas con un trozo de carbón
y de ir por el bordillo de la vida, silbando!
Llevamos la sombra entre los pies como un can juguetón
(Fedra, de pie en el comedor,
observa a Hipólito, que se peina
en el atardecer del sábado.
Después avanza lentamente...
Hipólito silba una canción.
Algún amigo llama en la escalera,
y cuando Hipólito quiere abrir
se cruza Fedra en su camino...
Hipólito aún no comprende,
sonríe y sólo dice adiós,
y Fedra lo ve desde la escalera...
En el desasosiego del sábado,
Fedra gime sobre la cama
todas las cosas que ha perdido
y envidia un mundo de amigos y motos
y chicas sin más ni más;
el gozo sólo de vivir, de ser,
de ir yendo e ir riendo...
Las noches lentísimas de Fedra,
tienen vislumbres de cuchillos...)