Adrià, el protagonista de la novela, abandona el barrio barcelonés de Sarrià y emprende un viaje que lo hará “maravillarse de las maravillas” del mundo. Este mundo, a cada paso que hace el joven protagonista, se muestra más y más diverso y sorprendente y, finalmente, se imbuye de unos elementos míticos que lo revisten de sentido. La aventura de Adrià se parece a la que vive el lector de la prosa de Mercè Rodoreda. En sus libros, tiernos y crudos a la vez, la escritora consigue proveer de una dimensión universal unos mundos que se arraigan en la cultura y en la historia de su país, que nacen de vivencias, añoranzas y recuerdos propios, reconfigurados por la imaginación. El exilio, una de las experiencias que más marcaron la vida de la autora y la de su generación, sin duda influyó también en la mirada que Rodoreda, establecida en Francia y después en Suiza, dirige hacia Barcelona. Si bien en las novelas raramente utiliza escenarios que no sean los de su ciudad, artísticamente reelaborados, el alejamiento físico le permite modelarlos de una forma particular. Los universos novelescos a los que da vida casi siempre recrean unos espacios conocidos o unos hechos concretos de la historia de Cataluña, pero en seguida se ensanchan hasta el punto de dar cabida a otros territorios y otros tiempos, los que los lectores quieran ver. Los barrios de Barcelona se abren a otros barrios, las calles a otras calles y los jardines a otros jardines. Los protagonistas sobrepasan las fronteras de sus pequeños mundos particulares. El conocimiento de una vida que pasa cerca, de un hecho minúsculo, de un detalle aparentemente insignificante, es un punto de partida para ir más allá, para entrar en unos mundos desconocidos. Contar las historias de otros sin abandonar un tiempo y un espacio propios es quizás uno de los secretos de los grandes escritores, de los que acostumbramos a llamar “universales”.