Fragments d’articles de Joan Maragall sobre la traducció


Wagner fuera de Alemania, 1899


Para dar a conocer a los públicos no alemanes el drama musical de Wagner en su integridad, se ocurren desde luego dos medios: presentar conjuntos de compañía de la escuela de Bayreuth, desde los directores hasta el último corista, para que la obra sea cantada debidamente en alemán y el público vaya siguiendo la representación teniendo a la vista el libro original con una traducción literal interlineada; o bien hacer de dicho libro una traducción adaptada a la música para que los intérpretes canten en el idioma del auditorio.



[…] el drama musical de Wagner no sufre traducción; porque en la mente del autor y en su obra el texto musical y el literario están compenetrados de tal suerte, que la melodía no es más que una intensificación de la prosodia alemana, y una lengua que no sea ésta en vano se sutiliza y contorsiona para adaptarse al texto musical: el conjunto es siempre un desastre: el lenguaje resulta martirizado y desfigurado (y por tanto antiartístico), y con ello tampoco la expresión melódica queda satisfecha: es una barbaridad inútil, que demostraremos con un ejemplo.



El personaje de Wagner canta el amor y dice Liebe (que se pronuncia libe); son, pues, dos sílabas; la primera larga, acentuada, fuerte; la segunda breve y vaga; estas dos sílabas Wagner las expresa musicalmente con dos notas, larga y brillante la primera, breve y sin dominio la segunda. Traduzcamos Liebe al español: Amor. Aquí la primera sílaba es breve y la segunda larga, acentuada, expansiva. Si las aplicamos a las dos notas de Wagner, resultará que la sílaba breve se dirá con nota larga y brillante y la sílaba larga y expansiva con nota breve y obscura; la palabra quedará desacentuada, deshecha; será un monstruo prosódico sin sentido. ¿Substituiremos la palabra con otra más o menos sinónima y de acentuación igual a la alemana? Esto, en un autor como Wagner, que da importancia esencial al sentido de cada palabra en cuanto se corresponde con la idea musical (que a menudo es un leitmotiv), resulta muy expuesto a un sacrilegio artístico, aun tratándose de una sola palabra; pero extendido a todo el problema resulta un trabajo hercúleo, mejor dicho, imposible. ¿Cambiaremos el valor de las notas para adaptarlas a la prosodia de nuestra palabra, o añadiremos o quitaremos notas, con apoyaturas, etcétera? Entonces, ¡adiós, música de Wagner! El sistema de la traducción es peor que el otro para la comprensión de las obras wagnerianas.


MARAGALL, Joan. Obres completes. Obra castellana. Barcelona: Selecta, 1981, p. 114-116.


 


Traducciones,1901


[…] Así cayó la lengua catalana: aislada en el tiempo por haber olvidado su tradición literaria propia, aislada en el espacio por permanecer aparte de todo comercio espiritual con el resto del mundo. Y siguiendo la ley de las cosas, que quiere que todo lo encerrado en la inmovilidad se petrifique y muera, o al menos se corrompa si su fuerza vital le permite resistir a la muerte, la lengua catalana, destinada por la Providencia a ser el alma de todo un renacimiento, permaneció viva en un sepulcro, pero sufrió los efectos de su estancamiento secular.



Ahora, pues, que ha vuelto a salir gloriosamente a la luz para ser expresión de todo un pueblo renaciente, necesita de una doble acción: purgarse de toda la miseria que ha criado en su encierro, para reintegrarse en su antigua pureza; y compenetrarse con las otras lenguas que la civilización ha ido trabajando, para alternar con ellas en la expresión que el espíritu moderno necesita.
Así al lado de la resurrección de nuestros clásicos debemos espaciarnos en la traducción de las mejores obras de las literaturas extranjeras adaptándolas a nuestra expresión, que es como adaptar ésta a lo universal del espíritu humano.



Nadie que lo haya intentado una vez con amor ignora la honda fruición que este trabajo, como todos los trabajos fecundos, procura a su autor. Es como si uno volviera a crear la obra que traduce; como si compenetrándose el espíritu con el del autor original, uno fuera aquel mismo autor en la fiebre creadora de la expresión nueva, de la expresión en la lengua nuestra. Hay una apropiación por confusión que es un verdadero deleite.



Y este deleite aumenta con el ahondar en la lengua propia como no se ahonda tal vez en el acto de la creación original. Al querer dar expresión nuestra al acento extranjero llegamos hasta lo que podríamos llamar las madres de las lenguas; hasta aquella región misteriosa del lenguaje de donde arranca toda expresión y donde empieza lo original de cada idioma, para desde allí subir a la superficie especial del nuestro llevando triunfalmente en la mano el premio de la victoria, la expresión que es traducida y original al mismo tiempo, desgajada, pero viva, con todas sus raíces, dispuesta a ser transplantada a nuestro suelo y a nutrirse con nuestro sol y nuestro aire para que la savia siga corriendo vivaz y continúe floreciendo su encanto.



Así hacemos vivir cada lengua en nuestra lengua, y ésta en todas; así la hacemos universal y humana sin que ella deje de ser nuestra;
[…] requiere un equilibrio de amor hacia la obra original y hacia la lengua a que la traducimos: queremos decir que no basta comprender muy bien con la inteligencia uno y otro idioma (claro está que ésta es la primera condición mecánica indispensable), sino que se necesita de aquel amor que, tanto o más que entender, adivina el sentido ajeno y la expresión propia, amor doble que el equilibrio hace simple y uno, y que sólo de este modo es fecundo para la íntima y perfecta armonía entre las lenguas.



Porque si aquel equilibrio no existe, si el traductor ama más la obra original que la lengua en que la traduce, o a ésta más que aquélla (no hablamos de las traducciones industriales hechas sin amor alguno, porque no tratamos ahora de calamidades literarias), no puede haber la compenetración que produce la traducción viva. En el primer caso la traducción propenderá a ser literal y el idioma propio quedará sacrificado; en el segundo la traducción demasiado libre desfigurará la obra original; en ambos el trabajo podrá resultar de algún provecho especial de erudición o de otra clase, pero será vano para la armonía universal del lenguaje.


 MARAGALL, Joan. Obres completes. Obra castellana. Barcelona: Selecta, 1981, p. 165-167.


 


Ruskin en catalán, 1903


Otras veces hemos encomiado el valor de las traducciones de grandes autores extranjeros, para enriquecer y ennoblecer el espíritu y la expresión de un pueblo; y hemos ponderado especialmente este valor en una literatura como la catalana, cuya lengua, truncada por siglos su tradición literaria, abandonada al mero uso de las necesidades inferiores de la vida, y aun bastardeada en él por la influencia de la expresión, inferior también, de otra lengua demasiado similar y al mismo tiempo demasiado diferente en su espíritu, ha debido, al renacer en un impulso glorioso, considerarse casi como lenguaje naciente, literariamente hablando; es decir, que para reanudar el hilo de su tradición interrumpida en obras de espíritu y expresión arcaicos, ha acudido instintivamente a los dos elementos vivos, permanentes: a la poesía popular, conservada en la pureza de su expresión dentro del aislamiento social de campos y montañas, y a las obras extranjeras en que el espíritu humano ha ido dejando las más fuertes señales de su evolución y que, por tanto, rehechas en nuestra lengua, comunican a ella y a su contenido ideal la eficacia de una tradición progresivamente seguida.


MARAGALL, Joan. Obres completes. Obra castellana. Barcelona: Selecta, 1981, p. 213-217.


 


Don Teodoro Llorente, 1909


[…] Goethe, Schiller, Byron, Heine, Hugo, Lamartine, toda la encendida pléyade romántica, él fue el primero en mostrármela, y ya nunca más pude apartar los ojos de ella; toda una generación española fue así por este hombre iniciada en la comunión poética del mundo, y la lengua castellana enriquecida con su oro exótico.



Porque la lengua era bien la misma: limpia y pura y sonante de su ley; pero yo no sé qué otra vibración se sentía en ella que, sin alterarla, la renovaba, que sin quitarle nada de lo suyo añadía un cristal a su sonar: era el recóndito cristal del verbo humano.
¡Parecía como si todo el mundo hubiera escrito en castellano, y esto daba una alegría a nuestra juventud! Nos hacía unos con todos los grandes de la tierra en la palabra, nos ennoblecía, nos aumentaba.



[…] Este arte del traductor no es bastante estimado, porque quien no probó una vez su fuego, no sabe cuán semejante es al fuego creador: sólo el instinto del pueblo inocente sabe hacerle plena justicia. Porque, en efecto, para el pueblo no hay traductor ni inspiración prestada, sino que el primero que dice un canto, venga de donde venga, en la lengua propia, aquél es el autor del canto. Y no hay más verdad que ésta. La substancia creadora de poesía no está en lo que se dice, sino en cómo se dice; y quien inventa en una lengua, véngale de donde le venga la invención, es poeta de ella. Sólo el traductor y el pueblo lo saben bien; quiero decir el traductor inspirado, que sabe inocularse el verbo extraño sufriendo otra vez su fiebre en el propio; quiero también decir el pueblo inerudito.


 MARAGALL, Joan. Obres completes. Obra castellana. Barcelona: Selecta, 1981, p. 243-244.

Bibliografia recopilada per Heidi Grünewald

Joan  Maragall